Alejandra miró a su abuelo. No
sabía cómo comenzar aquella parte del relato. El solo pronunciar su nombre
hacía sonar su voz sombría.
“Los barcos avanzaban a gran
velocidad hacia Cui del Norte. Cada vez que cerraba los ojos veía el fuego de
Boros y las ruinas de Eris, el lugar que alguna vez fue su hogar. Ahora sería
Cui del Norte la que sufriría el destino de sus ciudades hermanas; luego, el
Imperio del Sol. Nada debía detenerlo. Nada podía detenerlo… más que él mismo.
Revisó las celdas inferiores de
su barco, el “Sombra de Luna”. Sus soldados de arena y los hipnotizados por el
poder compartían el vino del último saqueo. Muchas veces había compartido la
habitación con ellos, pero cada día se hacía más difícil, cada día se sentía
más distante. Llegó a su camarote, donde una mujer raptada de Boros, morena y
de cabello como el ébano, estaba encadenada al muro, en silencio, agotada por
los intentos de escape. Otra mujer rubia y blanca, que había sido capturada en
Eris estaba acurrucada en su cama, intentando protegerse con las sábanas.
Zagal se sentó a los pies de la
cama y mientras se sacaba las botas, exhausto, observaba el gran mapa pegado en
el muro de la habitación. Sentía el pecho pesado y la sangre golpeando su
cabeza. Miraba sus manos y en golpes de dolor las veía cubiertas de sangre y
luego limpias. Sentía olor a muerte en su ropa. Se desnudó. La mujer rubia
comenzó a tiritar. Se dirigió a la morena y la soltó. Ella se desplomó en el
piso, cansada de la posición que la obligaban las cadenas, pero no intentó
escapar, sabía que si lo intentaba, los hombres de arena de Zagal la violarían
uno tras otro, ya había ocurrido. Zagal la tomó de la mano y la guió a la cama,
luego se acostó él dándoles las espalda.
Las dos mujeres se abrazaron,
intentando protegerse una a la otra. Estaban aún confundidas de los cambios
drásticos de Zagal, de ser un hombre considerado y piadoso, a un monstruo
violento y sangriento.
Zagal cerró los ojos. Tras ellos
se encontró nuevamente en el salón de Eris, frente a Ania, a solas y ocultos en
las sombras de una noche sin luna.
-¿Lo sientes, amor? – Le decía
Ania tomando la mano de Zagal y poniéndola en su vientre.
-Será el príncipe de Eris – Zagal
sonrió. ¿Sonreír? Ya casi no recordaba cómo se sentía eso sin el deseo de
muerte.
Zagal tomó a Ania entre sus
brazos y la besó con cariño, hasta que sus dientes se transformaron en
colmillos filosos y comenzaron a destrozar la dulce boca de la princesa. Luego
sus dedos eran cuchillas y rebanaban la suave piel de su amor, mientras él
sentía el placer de la sangre y la carne; a la vez que de sus ojos las lágrimas
escapaban con dolor. Una risa macabra llenó la habitación cuando Ania cayó a
sus pies, muerta y despedazada, con un niño en sus brazos. La risa se elevó y
transformó en música tétrica y cruel. Las luces de la habitación se encendieron
en llamas horrorosas, de color verde y azul. A su alrededor bailaban los
muertos, el vals de los caídos, al son de las carcajadas siniestras que ahora
provenían de él mismo. Ania, Lacros, Nana, gente que no conocía y gente que
había conocido bien.
-Esta es tu fiesta Zagal – las
palabras salían de su boca – mira a tu amor, mira a tu hermano.
Hilos plateados, bañados en
sangre, cayeron desde el techo y amarraron las manos, el cuello y los pies del
cuerpo de Ania, que se levantó en una reverencia macabra, solo para abrazar y
danzar con el cadáver de Lacros.
-Mi hermano, mi amigo… - Zagal se
paseaba sin voluntad entre los cuerpos – mi amor, mi amiga…
Quería llorar, pero la risa no se
lo permitía. En el trono estaba el rey de Eris y a su lado el último emperador
de Jade, con el vientre abierto, devorando sus propias entrañas en el banquete
infernal. Junto al rey también estaba su padre, aconsejando al cuerpo abierto a
su lado, con los ojos muertos, moviéndose torpemente por los hilos que venían
del techo. Los cadáveres seguían bailando, perfectamente coreografiados y
guiados por las risas que no se detenían. El cuerpo del rey de Eris se levantó,
dejando caer sus entrañas sobre la mesa llena de comida putrefacta. El pequeño
emperador de Jade tomó una rata de la mesa y la masticó mientras miraba al rey
de Eris que pedía silencio en la habitación.
-Amigos míos – dijo el cadáver,
moviendo la boca uniforme y sin fuerzas – miren a mi sucesor, el orgulloso
hijo
de única hija con el hombre que prometió protegerla, en la vida y en la muerte.
Los rostros de los muertos se
volvieron sombríos. Detrás de Zagal se levantó un niño vestido como soldado.
Sus ojos eran blancos, lechosos. Su piel era tan delgada que se podía ver a
través de ella, sus venas, sus músculos y el latir de su corazón. No tenía
cabello, ni nariz y sus labios no eran más que una línea en su rostro muerto.
-Padre, abuelos, juro siempre
servir al reino de Eris con justicia y clemencia – dijo el niño
Zagal lo observaba atormentado.
Tras el niño, Ania colgaba con los pies tocando el piso.
-Es nuestro, mi amor, es el
heredero de Eris
-El heredero de los Dragones –
dijo una voz en la oscuridad.
Zagal abrió los ojos. La mujer
rubia estaba tirada en el suelo, aún respirando, pero con los labios
ensangrentados y uno de sus pechos rotos por los dedos de la bestia. Zagal
estaba ahora entre las piernas de la mujer morena, que lloraba en silencio. Las
manos de Zagal estaban cubiertas de sangre y el cuerpo de la morena, lleno de
moretones y golpes. Zagal no se pudo detener hasta terminar de poseerla. Dejó
su semilla adentro y giró hacia un lado.
-Lo siento…- dijo agitado – lo
siento… yo…
La mujer morena se levantó
cojeando y tomó a la rubia. Se cubrieron ambas en una esquina de la habitación
y se taparon con una de las sabanas de lana. Zagal solo se pudo quedar tendido
en la cama, sin energías, sin aliento.
-Ahora tienes lo que quieres
Zagal – la voz venía de su cabeza.
-Esto no es lo que quiero – las
mujeres no lo miraron, pero lo escucharon.
-Si lo es… poder, ¿no es lo que
me pediste hijo mío?
-No soy tu hijo – Zagal no notó
que estaba gritando.
-Claro que si lo eres. Ambos
caímos en la orilla del Ruby y ambos nos levantamos. Esto eres ahora Zagal,
míralas, te temen, te aman.
Ambas mujeres tiritaban de terror
en la esquina, pero ni una se atrevía a salir de la habitación, sabían que
cualquier tortura que les hiciera Zagal pasaría, pero los hombres de arena eran
miles. Al menos Zagal se mostraba piadoso de vez en cuando.
-Hijo mío, no te resistas.
-No me resisto – Zagal solo podía
llorar lágrimas secas.
-Cui del Norte está cerca, lo
siento y luego, el Imperio del Sol.
-Sí, maestro… - Zagal se rendía
todas las noches a las palabras dentro de su cabeza.
Se levantó, sonriendo. Tomó por
el brazo a la mujer morena y la lanzó hacia su cama. La mujer casi ni se
resistió, sabía que era inútil. Luego tomó a la mujer rubia, que apenas se
movía, y puso su mano sobre el pecho desecho. Cuando Zagal sacó su mano, el
pecho había sanado y la mujer dio un respiro como si hubiese vuelto a la vida.
-No quiero que mis juguetes se rompan
para siempre – le susurró Zagal antes de lanzarla junto a la morena – bésense.
Las dos mujeres se miraron y
comenzaron a besarse con inseguridad. Zagal se sentó en una silla junto a la
cama y las observó.
-¡Ámense!
Las mujeres se comenzaron a tocar
y besar con más fuerza.
-Obedézcanme – dijo Zagal para sí
mismo, sintiendo el peso dentro de él.
-Eso es hijo mío, todos deben
obedecerte… todos deben obedecernos.
Zagal tomó por las caderas a la
mujer rubia y comenzó a poseerla como si fuera un animal. La mujer morena quedó
sentada en la cama, frente a frente con su compañera que gemía de dolor y a
veces daba un grito de desesperación y miedo.
-¡Bésala! – la morena miró a
Zagal con odio y obedeció.
Las carcajadas de Zagal llenaron
el espacio, como la música de los muertos, con la tonada del son de los caídos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario